El tiempo, ya te digo, es un maldito. No tiene otra cosa que correr para hacer morir. Cada minuto más es uno menos. Varias veces fui con reloj en la muñeca, pero me di cuenta de que mi muñeca es para cosas más importantes. Por eso, cuando me deja, la pobre, llevo pulseras de colores para que cuando alguien me coja de las manos para maltratarme se le quiten las ganas al ver un arcoiris que me protege. Una vez hizo efecto. Otros días puedo llevar una pulsera de piel muerta de anaconda. Me la regalaron unos amigos que creían en que me debería de reír de la muerte al ver que sólo tiene utilidad cuando está disecada. Muchas veces me alegra el día la anaconda, que cuenta la leyenda (sí, sí, la pulsera tiene una leyenda, como todas las cosas bellas) medía cuarenta metros y que somos muchos los dichosos que llevamos un recuerdo de piel muerta pero que hace vivir.
Verás, a mí sólo me gustan las cosas que me recuerdan que estoy vivo. No son muchas, pero me pongo a buscarlas en mis ratos libres. Prométeme que si ves alguna que merece la pena me darás un silbidito.
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La calle del Príncipe, muy cerca del hotel Asturias, desemboca en la Plaza de Santa Ana, donde hay un hawayano en el que las pajitas de las copas son de, por lo menos, un metro de largo. Una noche nos fuimos de alegrías y tomamos ron mezclado con mil cosas en una tortuga sin caparazón. Mientras todos reían yo miraba la pobre tortuga, que aunque era de barro, no tenía costra. El caso es que, brindando con pajitas megalargas, me di cuenta de que no escuchaba la música de fondo, y debía de ser música florero.
No estaba trompa, aún controlaba los sentidos, salvo el de las notas que tendrían que poner BSO a la escena. Me di cuenta de que donde yo quería estar era fuera, paseando por Huertas. Mis amigos accedieron y nos fuimos de ronda. Nos chocamos con algunas guiris. Dijeron algo raro, pero seguí adelante aunque los otros se rezagaron al empezar a buscar algo más que tontear. Escuché un algo y miré para todos lados. En una esquina, junto al bar cubano, una novia sin novio ni rumbo gimoteaba en plena noche. Era un gimoteo pequeño, como las grandes cosas. Me pidió una tontería, de las que merecen la pena. Un plano de metro, por lo menos. Perdida, había huido por la mañana para luchar por algo que no comprendí ni siquiera un buen rato después. Tenía varios años más que yo, pero varias vidas menos. Estaba como desinflada, por lo que hubo globos y luces de neón. Creo que la muchacha sólo necesitaba una charla y que alguien le prestase un minuto de atención. Se fue rápidamente y cuando volvieron los colegas con las guiris recuperé la música. Fue raro. A veces la gente sólo necesita miradas regaladas. Que no se miden en segundos ni siquiera con cronómetros. Y si no hubiese llegado, quizá hubiera sido demasiado tarde. Aquí también.
Volvimos a pasear por Sol y el reloj de Correos tocó como si nada. Como si no se hubiese reiniciado la existencia.
Entiende que odie tanto a los relojes como a las gafas oscuras. No sé a qué viene esto, pero tenía que contarlo. Me siento ahora mejor. Gracias pues.
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Damien Rice... claro.
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