Verás. Pensé en hacer una conferencia sobre la libertad en la que no estuviesen presentes seres ingratos con la justicia que fuesen a hablar del terror como si fuese una cosa más en la vida, una simple experiencia pasajera que no deja mella en la piel ni en los músculos más pequeños y finitos de cualquier ser humano. Pensé en hablar de lo que significa ser libre, en poder volar, en aprender a viajar, a conocer y reconocer las cosas buenas del pasado para repetirlas en el futuro, en odiar y maldecir las malas y dejarlas arrinconadas en la cascada de basura que suelta la cloaca propagandística.
Una vez prometí a alguna portada de periódico que no volvería a llorar por fuera, si no que lo haría por dentro y, mientras, no me callaría por nada en el mundo.
Un amigo fue asesinado en este sitio:
Él, mi amigo, nunca fue a una mal llamada conferencia de paz, porque no vivía en una guerra. Vivía en una dictadura. Del terror, claro. Rodeado de malnacidos que apuntaban datos suyos, como el color del pelo y de los ojos de su novia.
Crecí con su drama, con su pérdida.
Crezco con su ausencia.
Me da igual lo que digan los demás y lo que piense el resto.
Quiero que todos sus asesinos y sus colegas pasen su vida gris en una celda bien lejos de este césped donde acabaron con la vida de este y otros novecientos cincuenta amigos. Y que no salgan nunca. Porque los míos no volverán. Resucitaron, sí, pero en el Cielo.
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A las cuatro de la madrugada paseábamos por la Calle de la Princesa, a la altura de la Plaza de España. Un borracho con pantalones de cien euros quiso hacer una gracia. Pegó a un chino que vendía latas de cerveza por un euro. Le pegó porque sí, para obtener el beneplácito de estar con sus amigotes. El chino cayó al suelo y rápidamente llegó una china, con bolsas de bocadillos recién hechos para vender a los niños de vaqueros de cien euros (o más) recién salidos de bares de copas a cinco euros el pelotazo. El resto de los paseantes observaron impotentes la escena. Mientras la china limpiaba la sangre del chino, los amigotes cogieron por su cuenta los bocadillos de la mujer. Ja, ja, ja. Se fueron libres mientras algunos salimos detrás de ellos. De fondo sonaban las sirenas de unos coches policías.
Alcancé al gracioso. Y le di. Bien fuerte. Oh, sí, sí que le di bien fuerte. Los míos me pararon y él, en el suelo, seguía riéndose como si nada. Solo; los suyos no volvieron. Arrastré al gracioso hasta el lugar en el que seguía sangrando el chino. Llegaron los policías y la luz azul envolvió la escena.
- Este desgraciado hijo de puta -dije con furia.
Nos fuimos despacio, cuando se cortó la sangre. Entre nosotros se hizo un silencio petrificado. Me dolía el puño, pero le tenía que haber pegado más fuerte. La china nos gritó y la esperamos. Nos quería regalar los bocadillos que le quedaban antes de irse con el chino. Se los llevó de vuelta. No estábamos para eso.
A los diez minutos vimos a otro chino y compramos unas cervezas que nos bebimos en el Parque del Oeste. Yo no hablaba. Sólo pensaba en la libertad y su jodida ausencia. Sólo deseaba seguir pegando a aquel malnacido, porque seguía escuchando sus risas tras pegar a aquel chino. A veces las sigo escuchando y hago como si nada.
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